sábado, 23 de enero de 2016

Capítulo II: Valencia, de tensa calma a tormenta

Andriw Sánchez Ruiz
Twitter: @AnSanchezRu

La literatura marítima posee un cliché: la calma, esa tan tranquila que llega a incomoda e intimidar, es un augurio de una tormenta. A veces los relatos se convierten en realidades, otras no. Ayer el mar estaba tranquilo, si se entiende como masa oceánica lo vasto del José Bernardo Pérez de Valencia.

No había ruido en el ambiente, excepto los clamores de alegría de los fanáticos de Navegantes del Magallanes. Era la única interrupción en la extraña tranquilidad reinante. Resultaban irónicos los lapsus de silencio. El diamante, enclavado en la Zona Industrial carabobeña, tenía una de sus mejores asistencias del año con 16 mil 510 personas.



¿Por qué la tensión? ¿Qué había sucedido con el griterío del pasado viernes? Es imposible responder. Se trata de una coordinación casi telepática en la colectividad soberana. Es probable que la atención en el juego hubiera superado al jolgorio común, por tratarse del segundo juego de la final entre eléctricos y Tigres de Aragua. No importaba el resultado final, podía ser el último juego en Valencia
.
Se rompió lo parejo de la superficie marina. Una ola apareció, estaba constituida por los brazos al aire de los espectadores. El bamboleo, que recorría en menos de un minuto todos los rincones del estadio, no fue de temer para la galera del Cabriales. De nuevo, al igual que en el careo inicial de la serie, los tripulantes del navío marcaban el paso en la pizarra.

Ahora más que nunca resultaba extraña la tranquilidad. Magallanes arriba y su abridor, el mexicano Edgar González, dominaba a placer. ¿Qué sucedía? Parecía que una tormenta se acercaba, tan inclemente como si fuera gestada por el tridente de Poseidón.

Aguas inquietas

En el último tercio del juego los vientos comenzaron a soplar. El mar estaba agitado. Tigres había tomado la delantera por primera vez en la serie. El mástil mayor de La Nave era puesto a prueba y la vela, que siempre lució fuerte durante la travesía, comenzaba a deshilacharse, abombada por el recio soplar del vendaval.

Ya no había olas que arrullara el casco de la carabela. No existían corrientes favorables ni aves que anunciaran cercanía de puerto. El ambiente se tornó ruidoso, lleno de estridencias y aplausos que rivalizaban con el sonar de truenos y relámpagos.

Gargantas alzaban gritos al aire para hacer entrar en ruta al Magallanes, mientras los bengalíes abordaban por la fuerza y destruían los trabucos colocados en la borda. El asalto tenía pinta de culminar en éxito.

Pero todo cambió. La tormenta se desarrolló en pleno. El José Bernardo Pérez ya no era una mansa masa de agua, comparada a los cayos de Morrocoy. Había sufrido una metamorfosis. Se había convertido en las remolinosas profundidades del Cabo de Hornos, una de las latitudes más sureñas de nuestro orbe.

Solo los navieros más capacitados pueden sobrevivir a tal tempestad. No es un ambiente natural para felinos ni otros seres terráqueos. La Nave sorteó las olas enormes, remontó remolinos y también el juego.

Bengalíes quedaron tendidos y Magallanes, aunque con las velas magulladas, triunfó. Ahora va a Maracay con ventaja. La batalla será en tierra firme, donde también caen las tormentas.

Crónica publicada en el Diario Ciudad CCS, en su edición del 24 de enero de 2016

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