Andriw Sánchez Ruiz
Twitter: @AnSanchezRu
La literatura marítima
posee un cliché: la calma, esa tan tranquila que llega a incomoda e intimidar,
es un augurio de una tormenta. A veces los relatos se convierten en realidades,
otras no. Ayer el mar estaba tranquilo, si se entiende como masa oceánica lo
vasto del José Bernardo Pérez de Valencia.
No había ruido en el
ambiente, excepto los clamores de alegría de los fanáticos de Navegantes del
Magallanes. Era la única interrupción en la extraña tranquilidad reinante.
Resultaban irónicos los lapsus de silencio. El diamante, enclavado en la Zona
Industrial carabobeña, tenía una de sus mejores asistencias del año con 16 mil
510 personas.
¿Por qué la tensión?
¿Qué había sucedido con el griterío del pasado viernes? Es imposible responder.
Se trata de una coordinación casi telepática en la colectividad soberana. Es
probable que la atención en el juego hubiera superado al jolgorio común, por
tratarse del segundo juego de la final entre eléctricos y Tigres de Aragua. No
importaba el resultado final, podía ser el último juego en Valencia
.
Se rompió lo parejo de
la superficie marina. Una ola apareció, estaba constituida por los brazos al
aire de los espectadores. El bamboleo, que recorría en menos de un minuto todos
los rincones del estadio, no fue de temer para la galera del Cabriales. De
nuevo, al igual que en el careo inicial de la serie, los tripulantes del navío marcaban el paso en la pizarra.
Ahora más que nunca
resultaba extraña la tranquilidad. Magallanes arriba y su abridor, el mexicano Edgar
González, dominaba a placer. ¿Qué sucedía? Parecía que una tormenta se acercaba,
tan inclemente como si fuera gestada por el tridente de Poseidón.
Aguas
inquietas
En el último tercio del
juego los vientos comenzaron a soplar. El mar estaba agitado. Tigres había
tomado la delantera por primera vez en la serie. El mástil mayor de La Nave era
puesto a prueba y la vela, que siempre lució fuerte durante la travesía,
comenzaba a deshilacharse, abombada por el recio soplar del vendaval.
Ya no había olas que
arrullara el casco de la carabela. No existían corrientes favorables ni aves
que anunciaran cercanía de puerto. El ambiente se tornó ruidoso, lleno de estridencias
y aplausos que rivalizaban con el sonar de truenos y relámpagos.
Gargantas alzaban
gritos al aire para hacer entrar en ruta al Magallanes, mientras los bengalíes
abordaban por la fuerza y destruían los trabucos colocados en la borda. El
asalto tenía pinta de culminar en éxito.
Pero todo cambió. La
tormenta se desarrolló en pleno. El José Bernardo Pérez ya no era una mansa
masa de agua, comparada a los cayos de Morrocoy. Había sufrido una
metamorfosis. Se había convertido en las remolinosas profundidades del Cabo de
Hornos, una de las latitudes más sureñas de nuestro orbe.
Solo los navieros más
capacitados pueden sobrevivir a tal tempestad. No es un ambiente natural para
felinos ni otros seres terráqueos. La Nave sorteó las olas enormes, remontó remolinos
y también el juego.
Crónica publicada en el Diario Ciudad CCS, en su edición del 24 de enero de 2016
No hay comentarios:
Publicar un comentario